Vaaaale… trato hecho, no lo abriré hasta que haya llegado. Gracias mamá. Un beso. Te quiero.

Su bolso me quemaba entre las manos y no me atrevía  a echarle un vistazo, así que lo abracé contra mi pecho hasta quedarme dormida mientras la emoción bailaba dentro de mí, mezclándose con pellizcos de nerviosismo y alegría.

Bajé las escaleras y una lengua incandescente de calor húmedo y pegajoso me relamió el cuerpo. Podía sentir las gotas de sudor resbalando piel abajo hasta desintegrarse en el vacío de mis piernas y el aire caliente quemando mi garganta. Suerte que me gusta el verano, pensé.

Tal y como habías dispuesto, un cartel con mi nombre me daba la bienvenida y un simpático nativo me regalaba un collar de flores que desprendía el aroma que siempre te ha envuelto.

El tráfico parecía estar sujeto a leyes invisibles y nuestro coche circulaba a la deriva, flotando y hundiéndose sin control en las aguas torrenciales de un río desbocado y enloquecido. La isla nos sumergía en su orden caótico y nos engullía como morralla junto al ruido de cientos de bocinas, ciclomotores, taxis, coches y camiones.

Presentía que Bali iba a mecerme en su regazo regalándome tus sueños mientras yo dormía.

Es curioso, pensé, saber que perteneces a un lugar sin haber estado jamás.

Me levanté mientras el sol todavía bostezaba, elegí uno de tus saris y me vestí con tu olor.
Me acerqué a tu bolso de piel marrón, tan único, tan racial y tan exótico como tú, guardián silencioso de uno de tus tesoros, tu diario.

Viajé a través de tus recuerdos y conocí los templos de Kehen, Tanah Lot, Pura Desa, Uluwatu y Gunung Kawi, donde hombres y mujeres aparcan los malos espíritus, bailan, entran en éxtasis, ligan y participan en obras de teatro con música gamelan.

Tus palabras dibujaron ante mí los arrozales de Jatiluwih, las aldeas de Tabanan y las serpeteantes carreteras que recorren la isla.

De tu mano visité la parte alta de Bali, tierra de volcanes, bosques de helechos, calas de arena oscura, guarida de macacos de cola larga y rutas de elefante. Disfruté de un chapuzón relajante en las cascadas Git Git y bajé al extremo sur, rematado por una península minúscula, donde la isla se convierte en un templo de ocio con largas playas mecidas por el Indico, mágicos atardeceres, bulliciosas zonas comerciales y calles que nunca duermen, como Legian, en Kuta.

Y me trajiste a Ubud, ciudad conocida como la Aldea de los Pintores, refugio de intelectuales y artesanos, donde saboreé el universo gastronómico balinés gobernado por el nasi goreng y la cerveza Bintang, sentada en la terraza del Café Lotus.

Supe por qué te fuiste y entendí por qué volviste.

Supe que Bali te acunó y enjugó tus lágrimas desesperadas cuando amanecías ahogada en un llanto irremediable.

Supe que la oscuridad te devoraba las entrañas como un lobo hambriento, vaciándote por dentro hasta convertirte en piel y hueso. Era el 20 de Febrero de 1994 y te habían dado tres meses de vida.

Bali acogió lo que quedaba de ti, te vistió con sus sedas de colores y te alimentó como a uno más de sus hijos. Te regaló sus cereales vírgenes de Pupuan, los tesoros vivos de su mar azul cristalino, las frutas y verduras de su tierra generosa y pura. Y dejó de amamantar al lobo con la leche que lo hacía invencible.

Mis lágrimas emborronaron la última página…era el 20 de Enero de 1997, el día en que yo  nací.

Bali despertó la vida dentro de tu vientre moribundo pero renunciaste a la isla que te salvó para parirme. Decidiste regresar y buscar en tu hermana los brazos que me acunarían, convencida de que no sobrevivirías.

Gracias mamá por huir para encontrarte, por volver para amarme, por aprender a domesticar al lobo que habita dentro de ti.

Gracias mamá por traerme a casa.

Sara Enríquez, viaje a Bali, Octubre 2008