El eco artificial de tu respiración rebota en las páginas de mi libro. Esa calma inducida me permite alejarme momentáneamente de tu lado para sumergirme en los secretos de “La Tierra de las Mujeres”. Mis ojos se han acostumbrado a leer mientras te vigilo de soslayo y cuando nuestras miradas se encuentran, sé exactamente qué quieres, así que me siento al borde de tu cama, te retiro la mascarilla de oxígeno y escucho tu susurro viajero, fascinada y conmovida.

Hoy necesitabas volver a Guatemala, tu pasión Maya, y rebuscar en tu memoria el aroma de su café, la dulzura de su ron y su adictivo chocolate. Tus ojos marchitos brillan cuando paseas por las empedradas calles de La Antigua, joya colonial encajada entre volcanes y salpicada por impecables casas color pastel. El tiempo, siempre implacable, parece haberse congelado en esas casonas centenarias, quedándose dormido en sus patios ajardinados  y acariciando las coloristas artesanías, deteniéndose en una de las ciudades más hermosas de las Indias, que a pesar de erupciones, terremotos, tormentas de cenizas y flujos de lodo que la han hecho pedazos una y otra vez, sigue en pie, altiva y hermosa, convertida en Ciudad Patrimonio de la Humanidad.

—Buenas tardes, Teresa, qué bien acompañada está! Aquí le traigo la merienda.

La enfermera interrumpe nuestro viaje, sin embargo tú sigues allí y mientras tragas la papilla de leche con galletas, lo que realmente saboreas son los tamales, los fríjoles volteados y las enchiladas.

—Ahora un sorbito de agua para hidratar y la dejo descansar.

Retomamos la escapada cuando amanece sobre el lago Atitlán, vigilado por tres imponentes volcanes y alrededor del que habitan coloridos pueblitos indígenas que llevan el nombre de los doce apóstoles. Éste es un lugar de leyendas y rituales que cuentan cómo el Xocomil, un fuerte viento que arrecia por la tarde, se lleva los pecados de sus habitantes.

Siento cómo me acaricias la mano antes de cerrar los ojos. El cansancio te envuelve y sin apenas darte cuenta, te quedas dormida. Estoy tan cerca de ti que puedo ver tu memoria a través de los pliegues de tu piel. En cada arruga encuentro una historia, un destino.

Los domingos y el espectacular mercado de Chichicastenango han dibujado para siempre una telaraña risueña al lado de tus ojos y cada vez que te miras, el espejo te devuelve las imágenes de las capas bordadas con espejitos incrustados y máscaras bigotudas que danzan incansables al ritmo de las marimbas mientras representan el “Baile del Torito”. La fiesta empieza la víspera con una verbena en la plaza y se prolonga toda la noche. “Chichi” es un pueblo típico maya-quiché, con calles estrechas, empedradas y tejas a la española en el que las nativas, con sus trajes multicolor, se sientan en las escaleras de la iglesia de Santo Tomás a vender frutas, verduras y flores.

El sol caribeño de Livingston todavía permanece en el color de tus mejillas y te imagino saltando del barco que te trae de Puerto Barrios hasta éste pueblo de colores emplazado junto a Río Dulce, donde la marimba deja paso al reggae y los jóvenes reverencian a Bob Marley. Entrar en Río Dulce es sumergirse en una lengua de 42 kms de largo enmarcarda por una pared de vida verde donde los árboles crecen desde el borde del agua hasta el cielo y las raíces descienden, como si fueran a beber y llevar vida a los troncos que las sostienen. El río, salpicado de nenúfares, acaricia los cayucos de los niños que van a la escuela y detenerse a comer pescado braseado en uno de los palafitos con muelle, es una verdadera delicia.

Tu respiración se detiene un instante antes de abrir los ojos y hablarme de Copán, una de las grandes urbes mayas, donde todavía se sigue excavando poco a poco. En la escalera del Templo de las Inscripciones se aprecia cómo las raíces de los árboles se han introducido entre las piedras, dándole un aspecto pintoresco y salvaje a toda el área donde contrastan zonas muy cuidadas y otras devoradas por la selva.

Busco tu mano lánguida y enjuta, amoratada por las agujas de los goteros y encuentro el atajo que nos lleva al reencuentro, que nos arranca la coraza que nos impermeabiliza y nos deja desnudos, como recién nacidos. Y las caricias se vierten a borbotones sobre el corazón, sin necesidad de hablar, porque lo más importante se dice sin palabras. Y ya no regresas de Guatemala.

Al fondo del pasillo escucho el llanto de un  bebé que empieza el viaje de su vida.

Sara Enríquez, viaje a Guatemala.

Octubre 2010